jueves, 28 de febrero de 2013

Justicia: ¿Antes o después?

La controvertida idea de justicia se remonta a los primeros conglomerados humanos. Desde el código de Hammurabi hasta el de Napoléon - orígen de la legislación moderna -, pasando por griegos y romanos, mucha agua ha pasado bajo el puente y mucho desvelo empleó el hombre para instaurar justicia, sin agotar previamente la búsqueda de su real significado. Una de las tantas conflictivas, quizás la menos visitada, es la de fijar el origen, alcance y modo de aplicación de la justicia. En otros términos, ¿la justicia prevé o corrige?, ¿evita o repara?, ¿acaso es posible alterar una realidad injusta, o más bien la ley intenta evitarla?, y en este último caso ¿lo logra?; oportunos interrogantes en relación al pretendido acuerdo con Irán en el caso AMIA.
Tanto en ese desgraciado episodio, como en tantos que a diario arrean vidas inocentes, la pregunta sería si hay acaso justicia castigando a los culpables. ¿La cárcel para el culpable devuelve una vida segada con dolo o aun con culpa? Si la respuesta es "no", por qué entonces la búsqueda de un camino alternativo de investigación ofende a algunos bajo el argumento de que los acordantes son los responsables del delito. Si una de las premisas jurídicas consigna la inocencia de todos hasta no demostrarse su culpabilidad, resulta al menos temerario condenar a nadie previa investigación. No debe olvidarse que junto con el avance sobre los sospechados iraníes, también se someterá a juicio a los implicados en el ocultamiento de la pista local, de modo que dos frentes de ataque para comenzar una investigación no parecen ser una alternativa rechazable luego de tantos años de silencio y callejones sin salida.
Otra mirada es la sugerida más arriba: si la pérdida de vidas resulta irreparable y por tal no hay justicia capaz de intervenir en un hecho consumado, la puesta en marcha de un mecanismo que busque esclarecerlo nunca puede ser superfluo, a menos que muestre otra intencionalidad en sus detractores, algo típicamente nuestro.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Carnaval: Batjin vs. Macri

Confiamos que Mauricio no juzgue ofensiva su comparación con el ilustre ruso. De paso tomarse el trabajo de husmear Gargantúa y Pantagruel desde Rabelais y su mundo, para comprender las significaciones que sugieren el carnaval, lo grotesco, lo colectivo y la desinhibición, teniendo en cuenta que las diferencias entre el siglo XVI y el XXI, no es 5 como seguramente le soplarían en ecuatoriano básico. También sabemos que no es fácil tratándose de Macri, pero es nuestra obligación de porteños estimularlo, también a nosotros nos jerarquizaría un Jefe de Gobierno que un buen día decida leer, y sobre todo pensar solo, desoyendo esos rústicos cantos de sirena que le cantan al oído sus asesores.
En su descargo debemos decir que la reinstauración del festejo carnavalero suspendido en la dictadura - los militares aceptaban sólo dos disfraces, el propio y la sotana -, no es responsabilidad suya, pero sí lo es su continuidad. Así como veta cuanta ley social promulga la legislatura aún con el voto del Pro, enreja lugares públicos y tala árboles con el cuento de mejorar el espacio urbano, bien pudo discontinuar este mal circo capaz de ser peor año tras año, probablemente una impronta de toda su gestión. 
Si se tomara el trabajo, advertiría que la creación cultural no va de arriba hacia abajo - esto últimamente es discutible por la acción mediática, los medios masivos diseñan y disciplinan subjetividades cada vez más eficazmente -, al menos la genuina, la que nace en el deseo inconsciente de establecer igualdades en las máscaras mezclando amos y esclavos, señores feudales y siervos de la gleba, funcionarios de vacación esteña e ingenuos laburantes porteños. Y también podría advertir una diferencia sustancial entre el mecanismo que operaba aquellos carnavales pantagruélicos y estos famélicos corsos procaces: en aquéllos, las máscaras ocultaban la verdadera esencia que a diario exhibía amos sinceros, crueles sin vueltas ni tapujos, y sumisos siervos incapaces aún de alzarse en busca de dignidad. Allí ocultos, los siervos se sentían integrantes de un colectivo que borraba estamentos. Aquí es distinto, Mauricio, en estos carnavales no hay que ponerse la careta, acá deberíamos quitárnosla. Así al menos sabríamos quién es quién a cambio de caos vehicular, ruidos molestos y cantos chabacanos.

domingo, 3 de febrero de 2013

Centenario pero no tanto

El conflicto del Parque Centenario desnuda un problema mucho más profundo: saber qué significa enrejar el espacio público y contra qué o quién se aplica. Borges, en su célebre confesión - "No he sido feliz" -, admite que parte de esa deuda obedece a no haber transitado el espacio real del mundo, por haberlo visto tras las rejas de su casa ubicada en la célebre manzana de Guatemanla, Serrano, Paraguay y Gurruchaga. Sin duda no es lo mismo vivir que ver pasar la vida. Las rejas que privaron a Borges de la felicidad no lo protegieron de nada, más bien lo aislaron de la vida, un don que supone riesgos. En el silenciado "Ángel de los Barrios de Buenos Aires", la columna "Entre rejas" alude a la "protección" de los espacios públicos. Quizás sea buen ejercicio releerla.

ENTRE REJAS

El espacio público de una ciudad determina su condición. Barrios privados, guardias perimetrales, centros comerciales con seguridad privada y plazas enrejadas, reflejan un estado de cosas que el habitante generalmente no comprende, pero siente. Los chicos lo advierten como nadie, y como buenos inconscientes lo pregonan a cuatro vientos; días atrás, uno preguntó a sus padres cómo era la vida cuando se jugaba en la calle. Crispados, los adultos no pudieron explicarse cómo un ser frágil juntaba dos palabras tan disonantes: juego y calle. Tampoco tenían memoria para responder.
Las rejas de las plazas, convertidas en emblema del tercer milenio, sugieren que se pone especial cuidado en proteger al ciudadano, algo similar a lo que el sacerdote pregona desde el púlpito cuando anuncia a la feligresía el desvelo de Dios por sus hijos. Los pastores, benditos sean, se devanan los sesos, no ahorran sacrificios, e invierten fortunas en cuidar a sus rebaños, sin advertir que los peligros desaparecen cuando el rebaño no es rebaño, moderna versión del apotegma griego que Hamlet refunde en su célebre: ser o no ser. Pero el príncipe vive un drama por no poder ser, el rebaño por no poder dejar de serlo.
Preguntémonos qué significa una plaza enrejada. No si es bueno o malo, sino qué significa. Una reja es un artefacto que impide el paso, prohíbe; pero a quién y para qué. La gente “buena y honrada” no va de noche a las plazas, eso dicen, de modo que debe asumirse que la reja prohíbe el paso a delincuentes durante la noche, lo que abona la idea de que la ralea debe existir en ciertos horarios.
El equilibrio natural exige pastores, rebaños y lobos; quítese cualquier vértice y adiós triángulo. En la geometría del poder para que buenos y malos - pastores y lobos - tengan entidad, debe haber un objeto a cuidar - el rebaño -. Pero si mucho antes del pastor hubo rebaños y lobos, habilitados por la naturaleza a subsistir, la prístina pregunta debería ser otra entonces: ¿si la especie lobo no ha podido diezmar a la especie oveja, qué es lo que cuida el pastor? Quizás sea hora de advertir el sentido de la función pastoril, los peligros que supuestamente evita, y cruzar estas ideas anquilosadas en el cerebro del hombre con otra nueva, seguramente ingrata a los pastores: los peligros que entraña su presencia. Todo par opuesto - delito/honradez, lobo/pastor - revela antinomia. ¿Puede evitarse? ¿Debe evitarse? No hace mucho una jerarquía eclesiástica recordó la necesidad de disminuir la brecha entre pobres y ricos, respuesta que sugiere moderarla, nunca eliminarla, no sea que rompa el delicado equilibrio del mundo.
Las rejas de las plazas recuerdan que hay buenos y malos, y que cada uno debe estar donde debe estar sin saltar vallados. Lo malo es que ya no sabemos qué lugar nos corresponde; es que el hombre es ¡tan ágil!...