domingo, 27 de noviembre de 2016

Davis 2016

Está muy bien, cuatro jugadores, más algún otro que no integró esta formación sumaron su esfuerzo deportivo para obtener el preciado trofeo que siempre se le negó a la Argentina, algunas veces incluso por privilegiar el ego de algunas estrellas del deporte que barrenaban odio ante la presencia de algún par cuyo brillo podía eclipsar el propio, una cuestión de celos típicamente argentina donde el otro, el distinto, es siempre colocado en el lugar de rival. Y eso no necesariamente sucede en el deporte, también lo hallamos en la política y el espectáculo. Lo nocivo de estas celebraciones que siempre se asocian al estruendo y la grandilocuencia, es que en lugar de recorrer espacios íntimos entre los verdaderos protagonistas, se hace extensiva (¿intencionalmente, como en 1978?) a millones de argentinos que, oscurecidos por el anonimato y acaso la postergación, transforman su propia miseria en un triunfo que ilusamente hacen propio. No está en nuestro ánimo juzgar ese sentimiento, ni siquiera valorizarlo, cada cual es dueño de tramitar las explosiones de su alma por donde más le plazca, adviertan o no el significado de esa alegría ajena que hacen propia, pero sí señalar el uso que se hace del episodio para encandilar muchas otras zonas oscuras de la realidad. Cómo entender, si no, que inmediatamente después de recibir el trofeo, se haya puesto en marcha el complejo andamiaje del circo mediático para promocionar costosos festejos en todos los rincones de la Argentina, especialmente en los sitios donde nacieron los protagonistas, como si los mismos fueran verdaderos gestores de una felicidad que no se entiende muy bien en cuanto se piensa un instante en qué diablos es la felicidad, o al menos la alegría, cuáles los genuinos vehículos para lograrla y cuál el espacio donde la misma se instala dentro del espíritu de un pueblo. Naturalmente no lo son los excesos que estas explosiones suelen provocar, tal como el alcohol suele hacer con los menos medidos. Casi nos atrevemos a decir que estos triunfos (que lo son exclusivamente de los deportistas y en alguna medida extensivo a los integrantes del equipo), actúa a modo de droga distorsionante de la realidad, espacio donde realmente deberían producirse los pequeños triunfos diarios de cada una de las personas que integran esa multitud encandilada por sus ídolos. La idolatría, ya lo hemos mencionado en otras oportunidades, no es más que la proyección sobre un tercero de la propia frustración del idólatra, un mecanismo fogoneado siempre por el poder debido a su principal "virtud": quitar de la escena la propia humillación en favor del éxito ajeno. Y mucho menos aprobamos el extraño pedido de los integrantes del equipo solicitando un avión especial para su regreso tripulado sólo por ellos. Es de desear que este trascendido no sea más que otro típico exceso mediático.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Honrar las deudas

La palabra honra es una exaltación de signo positivo que puede aludir a diversos destinatarios: la memoria de alguien, la conducta moral, etc. En el más engorroso vocabulario político se emplea hoy para referirse al pago de las deudas contraídas por un país en el sentido de que "deben" pagarse. Al menos ese significado ha venido utilizando el gobierno para justificar la urgente necesidad de saldar aquellas cuyos beneficiarios (Melconian entre otros según trascendidos), no aceptaron la refinanciación gestionada en su momento por el gobierno anterior. La pregunta sería: ¿es posible "honrar" una obligación nacida en el espíritu de acumulación del acreedor a expensas del dolor y la postergación del deudor? Cierto es que quien toma un préstamo debe hacerse cargo de su cancelación (por algo los Bancos no le prestan a los pobres), pero no lo es menos que quien lo otorga debe tener en cuenta el sentido del mismo y sus posibilidades de satisfacción en un contexto normal.
Por si alguien no lo sabe en los grandes latifundios sudamericanos era frecuente que los campesinos con magros salarios, al servicio de grandes patrones que los sometían casi como esclavos, se endeudaran con ellos de modo tal que su salario de por vida no alcanzaba para cancelar semejante obligación. La literatura de ficción (pero no tanto) denuncia en algunas valiosas obras que dichas deudas eran cobradas por esos señores con...¡hijos! Efectivamente, tal situación propiciaba la cancelación de la misma por algún hijo que el deudor debía gestar para ponerlo al servicio del amo.
Seguramente los señores del gobierno se santigüarían frente a semejante exceso. En un país con la pobreza estructural tan denunciada hoy, la "honra" de la deuda pagada a los fondos buitres el año en curso es absolutamente asimilable al mecanismo más arriba denunciado. Se paga con hijos argentinos condenados a esa misma pobreza estructural que el gobierno declama a viva voz. No es cierto que la regularización de dicha deuda debiera provocar la afluencia de capitales. Y aún sucediendo dicha respuesta tampoco es cierto que dichos capitales desembarquen en la Argentina con intención de paliar nuestra pobreza estructural. El capital no fluye para eliminar desigualdades sino para provocarlas, este es el punto de conflicto y no el hecho de que vengan o no. Es bueno incluso que el capital privado no se haga presente para corregir las miserias sociales. Su cometido, muy bien encubierto por un discurso naturalizado en nuestra sociedad, es la necesaria formación de bolsones de pobreza nacidos al amparo de su voracidad. En tal sentido es tan nocivo el capital extranjero como el nacional. La ventaja de este último es reducir la lucha geográfica contra el mismo, o en el peor caso a la investigación de las cuentas ocultas en paraísos fiscales radicados en el exterior. Pregúntese el hombre común porqué la justicia no condena estas cuentas cuyos titulares son ya conocidos, y porqué los medios hegemónicos no las denuncia con el énfasis necesario para castigar la tácita evasión fiscal que su existencia revela. Pregúnteselo el hombre común, pero también respóndase.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Disputas estériles

Abruman las polémicas inútiles que a diario suceden en los medios, invariablemente referidas a la responsabilidad que liberales y populistas se imputan mutuamente sobre las miserias que desde siempre castigan a la Argentina. Es muy sencillo demostrar que ninguno y ambos participan de las mismas: desde los albores de la historia este país ha estado signado por una marcada diferencia entre dos sub-naciones perfectamente diferenciadas: indígenas y conquistadores al principio; españoles y criollos más tarde; realistas y revolucionarios durante la independencia; federales y unitarios litigando sobre el centralismo porteño; oligarqía agrícola-ganadera versus pueblo postergado (local e inmigrante) hacia fines del siglo XIX; conservadores fraudulentos frente al incipiente radicalismo popular a principios del siglo pasado; gobiernos democráticos (radicales y justicialistas) ante golpistas cívico militares durante el segundo tercio del siglo XX; y finalmente gobiernos de cuño popular versus derechas neoliberales. Y siempre la alternancia entre ambos sistemas ha dado como resultado la inefable "pobreza estructural", de modo que ambas facciones en pugna han fracasado.
Demostrada la ineficiencia bilateral agreguemos que el fenómeno actual no es nuevo. Más aún, tiene resonancia regional, pero difiere de los anteriores en que la antinomia es puramente ideológica con un agregado novedoso: el triunfo de la derecha ha llegado por vía electoral, cierto que la puja previa se libró mediante conceptualizaciones e ideas, que colonizaron cerebros a través de los medios en poder de uno y otro bando, al que debe agregarse una justicia que hoy ha quedado expuesta por su ofensiva parcialidad (también hacia uno y otro lado). Desde luego, las derechas más suculentas en materia económica prevalecerán siempre en la competencia. Al populismo solo le queda "la calle". Pero también podríamos preguntarnos si acaso alcanza con la inoculación mediática para decidir una elección. Y precisamente la respuesta afirmativa revela la gravedad del problema, sobre todo que cuando insistimos en interrogarnos si el argentino medio puede puede ser tan idiota como para comprar realidades biplanas de hasta 42 pulgadas, debemos admitir que efectivamente constituimos un dócil rebaño capaz de creer que vamos en el buen camino cuando el bache más pequeño tiene el tamaño de un cráter, o que vivimos en un paraíso cuando la llamarada más pequeña del infierno nos lame la garganta.
La dicotomía hoy no es partidaria, se ha reducido a una cuestión ética y de cosmovisión del mundo. Se trata de saber si el ser humano debe anteponerse a la "economía" (esta sería la versión populista) o si es exactamente a la inversa (versión neoliberal) de modo tal que la salud de la nación deba leerse en términos estadísticos (además nunca fiables). Dicho de otro modo, la puja es entre el humanismo visceral de los que menos tienen a quienes les haría bien una cuota de pragmatismo, y el dogmatismo práctico del neoliberalismo poderoso a quienes les vendría muy bien abandonar el enlatado de Adam Smith y entender que la vida y el triunfo no es numérico, más bien debe medirse en términos de igualdad. La inevitable desigualdad que siempre habrá de existir entre los hombres debería estar marcada por la voluntad personal de cada uno y no por la decisión de unos pocos.
En este blog preferimos vivir felices en un país pobre (tal como la derecha dice haberlo encontrado) a vivir angustiado y morir a plazos (un poco cada día) en el país rico que promete este gobierno. Y entre ser gobernado intentando combatir la pobreza (a pesar del fracaso) y ser saqueado por los señoritos diestros, nos quedamos con la primera opción, al menos sentimos el gusto por haber intentado algo en favor de los más necesitados.