sábado, 22 de junio de 2013

Juegos electorales

El hombre ha jugado desde sus orígenes, actividad que define su condición lúdica, pero conviene distinguir  el jugar del adulto con el del infante; este último prescinde de toda competencia, el niño no gana ni pierde, más bien emplea el juego como recurso para investigar el mundo; podríamos decir que es un modo de conocer, el más primitivo quizás por cuanto implica simplemente observación y asombro. Distinto es el juego construido por el adulto cuya naturaleza exige triunfo y derrota, con sus componentes psicológicos y efectos colaterales - sociales, económicos, emocionales, políticos -. Dostoievski nos deja un testimonio valioso acerca del tema en su célebre relato El jugador, donde describe minuciosamente emociones y mecanismos en que queda atrapado el protagonista a partir de la patológica adicción al juego de azar.
Otros tipos de juego han logrado transformarse en organizaciones de alcance planetario, tal el caso de muchos deportes de consumo popular, cuyo volumen económico los eleva al rango de gran negocio. Incluso la explotación del juego de azar por parte del Estado da cuenta de la importancia que tiene la actividad en el hombre, el lugar que ocupa, el valor asignado, y al mismo tiempo su magnitud como actividad lucrativa. Nada de esto sorprende, incluso ya se ha naturalizado el mecanismo no mereciendo ninguna condena social.
Sin embargo, esta época de confusión donde la democracia parece instalarse en todos los rincones del planeta como una bendición incuestionable, ha traído un nuevo tipo de juego: el electoral. Y no es casual que el periodismo - o eso que dicen hacer los monopolios mediáticos -, haya adoptado este modo para definir conductas y alianzas políticas. Así las cosas, el político adquiere rango de participante jugando de tal o cual manera en la contienda electoral. Haría falta analizar críticamente qué características tiene este nuevo juego, cuáles son sus reglas, códigos, normas y alcance; sobre todo el papel que juegan ciertos valores éticos en torno al discurso que emplean sus protagonistas, cotejándolo luego con la gestión efectiva una vez elegidos, y los espurios acuerdos inter pares, incluso entre personas de ideología opuesta con el simple afán de ganar.
El juego en sí no tiene ningún aspecto objetable como actividad humana, pero sí sería recomendable tratar de entender por qué se ha inaugurado esta tendencia que asimila el acto electoral, la política al fin, a un juego. Y también amerita otra reflexión que aun de tono pedestre no deja de tener gusto a interpelación: sería bueno que los políticos en lugar de jugar con la democracia tomen la cosa con la seriedad que merece.

martes, 18 de junio de 2013

Dónde está la intención

Juzgar la ética de un acto por la intención - el sueño de Kant - sería posible si el cerebro funcionara como una caja negra capaz de registrar el deseo mediante cierto mapeo neuronal y ofrecerlo luego como prueba. No negamos la posibilidad, pero hoy eso no está disponible. Es más aplicable el utilitarismo: juzgar por el resultado, un método también objetable pero que viene como anillo al dedo en materia periodística, sobre todo que últimamente los periodistas justifican su falibilidad diciendo que sólo reproducen noticias, es decir que al volcarlas no comprometen su opinión, por eso reclaman inmunidad - e impunidad -. Más constructivo y noble sería admitir el error acudiendo a la fe de erratas, pero algunos ejemplares prefieren la otra fidelidad: la fe de ratas, y salen a justificarse olvidando que la mera reproducción de una especie implica complicidad.
Vaya a modo de ejemplo el recurso empleado por mi vecino Juan para perjudicar a Pedro que no le caía simpático. Se presentó en la comisaría a denunciar que lo vio violando a una mujer; allí le indicaron que debía presentarse la mujer o al menos que él la identificara, cosa imposible por tratarse de una mentira intencional. Luego comentó a toda la vecindad que en la comisaría no habían querido tomar la denuncia de la violación observada por él. Consecuencia: en mi barrio odian a Pedro y a la policía.
Ayer, un periodista con apellido de filósofo mediático - por suerte ambos hablan, así se los identifica -, tildó de idiotas, cosa frecuente en él, a quienes le pidieron cuentas por haber leído una denuncia de coima en el fútbol en favor de un resultado que luego no se dio. En descargo suyo aceptemos que ignore el mecanismo formador de opinión a partir de la simple lectura de una noticia, al fin ya ha dado muestra de ignorancia en otros casos donde sí ha vertido opinión, pero en función de esa laguna cognoscitiva y abogando por un periodismo confiable, solicitamos a él, sus colegas y a todo quien corresponda, tomar nota de la importancia que tiene la palabra en un mundo donde la realidad ha perdido una dimensión - la profundidad -, convirtiéndose en biplana como la mágica pantalla televisiva - y como el cerebro de algunos periodistas -. 
El episodio del periodista cruzado con la mala fe de mi vecino da para pensar que también en ese cruce uno puede cotejar intenciones y consecuencias, haciendo la salvedad en favor del periodista, que él no tuvo intención de hacer daño aunque fue bastante ineficaz; del mismo modo que al reconocer la mala intención en mi vecino, también sabemos que, con eso y todo, jamás podría siquiera igualar la ineficacia periodística.

martes, 11 de junio de 2013

Un muerto nuevo

El título bien puede ser la expresión del sepulturero al ver ingresar un cortejo, pero también la de muchos amantes del fútbol después de cualquier partido. Ahora ni siquiera es necesario que defina un torneo o corresponda a determinada categoría; nada de eso, el fútbol mata en cualquier sitio y horario. Tampoco sorprende que se alce tanta voz indignada condenando la violencia en el fútbol, una reacción políticamente correcta, rápida, gratis y nada costosa; un pésame social equivalente al que uno da a la viuda, incluso hasta bajándole una mirada al perfil - disimulada, desde luego -, para descubrir bajo el luto las curvas e imaginarse recorriendo el circuito. Los indignados, sobre todo aquellos que rapiñan alrededor del fútbol - empresarios, dirigentes, periodistas, representantes, técnicos, y aun jugadores -, acaban superando en una semana el dolor por el hincha caído, y el domingo siguiente vuelven a saturar tribunas, cobrar buenos dineros por negocios y transferencias, hacer goles y gritarlos como energúmenos, sea que la pelota entre o roce el poste.
Lo que no se advierte es reflexión seria acerca del problema y medidas con voluntad de erradicarlo. Y si no se advierte es porque prevalece el interés de que la cuestión no se corrija, tal como en otros negocios que también cobran víctimas como si fuera un saldo inevitable, nada al fin frente a millones que sobreviven para seguir alimentándolo tras derramar una lágrima expiatoria. Si no, que alguien explique por qué las terminales automotrices fabrican vehículos que superan la velocidad máxima en cualquier lugar del planeta. También podemos entender que la complejidad del mundo cobra víctimas como cualquier monstruo mitológico, claro que si lo aceptamos deberíamos dejar de persignarnos horrorizados cada vez que devora alguna.
Otra mirada alrededor de estas muertes es advertir que los negocios que la alientan - negocios, no deportes ni pasatiempos -, tienen ya en su balance una cuenta de pérdidas donde van a parar los saldos trágicos. Un modo de oponerse a estas fábricas de fortuna de unos pocos, es no integrar la clientela, cándida mayoría que fecha a fecha paga mansamente una entrada para salvarse de la posible muerte ritual, una suerte de lotería al revés donde ganar significa no volver a padecer el fútbol, pero para siempre. O bien admitamos resignados que la tragedia forma parte del mundo. Al fin vivir es la principal causa de muerte.

martes, 4 de junio de 2013

Sobre llovido, mojado

Las denuncias presentadas por Jorge Lanata en el programa Periodismo para todos, han generado reacción entre los intelectuales de Carta Abierta, dando lugar a la extensa carta 13 donde se denuncia una maniobra mediática de corte golpista. Este blog adhiere en general a las expresiones de dicha carta en cuanto a la escandalosa magnificación de lo malo que hace el periodismo opositor, y a que efectivamente cada domingo a la noche brota por la pantalla impúdica el aliento fétido de la regresión neoliberal. También adhiere a que no es posible afirmar que no exista la corrupción, y que las políticas implementadas en la década (ley de medios, nacionalizaciones, derechos humanos, cambios en la justicia, políticas redistributivas, etc.) tienden a corregirla, cierto que de modo insuficiente. Tampoco pasa por alto el tono académico que emplea, accesible sólo a quien no necesitaría interlocutores para interpretar la maniobra.
Es hora de prestar atención no sólo a estos mensajes de folletín, ataques condenables por la espuria intencionalidad del mensajero, sino también al otro aspecto de la ecuación comunicacional: el receptor, cuyo rasgo más sensible es que estas malas praxis encuentran abono en él, precisamente por conformar una audiencia con baja capacidad crítica para desenmascarar el propósito. Creer, demostrar y denunciar que lo malo está en lo malo constituye una tautología que no agrega nada al problema, en todo caso lo soslaya.
Algo similar sucede cuando desde la tribuna política se fustiga, y con razón, el antipopulismo de la política macrista alineada con las minorías que defiende, tradicionalmente reaccionarias, y no se advierte que el mal reside en el hecho de que ciertos discursos facilistas de efecto fácil, seducen mayorías ingenuas que adhieren acríticamente a dichas políticas, a causa de una mala comprensión del verdadero entramado de la realidad social, y en el "olvido provocado" de los principios sobre los cuales debe funcionar una democracia respetuosa de su aspiración inclusiva. Dicho de otro modo, la problemática consiste en la necesidad - e imposibilidad - de "comprender" el mecanismo que opera en la conformación del imaginario acerca de la realidad social, y el peso que tiene este fenómeno en el electorado. Un trabajo de base, legítimo, sería combatir la conducta arrebañada mostrando cómo el receptor de la información es manipulado, mediante un idioma claro y limpio que privilegie los recursos del destinatario por sobre el discurso académico. En buen romance, tratamos de decir que el intelectualismo discursivo es tan pernicioso como el show mediático, que la vida sucede en la realidad no en la pantalla, pero tampoco en la letra.