domingo, 3 de febrero de 2013

Centenario pero no tanto

El conflicto del Parque Centenario desnuda un problema mucho más profundo: saber qué significa enrejar el espacio público y contra qué o quién se aplica. Borges, en su célebre confesión - "No he sido feliz" -, admite que parte de esa deuda obedece a no haber transitado el espacio real del mundo, por haberlo visto tras las rejas de su casa ubicada en la célebre manzana de Guatemanla, Serrano, Paraguay y Gurruchaga. Sin duda no es lo mismo vivir que ver pasar la vida. Las rejas que privaron a Borges de la felicidad no lo protegieron de nada, más bien lo aislaron de la vida, un don que supone riesgos. En el silenciado "Ángel de los Barrios de Buenos Aires", la columna "Entre rejas" alude a la "protección" de los espacios públicos. Quizás sea buen ejercicio releerla.

ENTRE REJAS

El espacio público de una ciudad determina su condición. Barrios privados, guardias perimetrales, centros comerciales con seguridad privada y plazas enrejadas, reflejan un estado de cosas que el habitante generalmente no comprende, pero siente. Los chicos lo advierten como nadie, y como buenos inconscientes lo pregonan a cuatro vientos; días atrás, uno preguntó a sus padres cómo era la vida cuando se jugaba en la calle. Crispados, los adultos no pudieron explicarse cómo un ser frágil juntaba dos palabras tan disonantes: juego y calle. Tampoco tenían memoria para responder.
Las rejas de las plazas, convertidas en emblema del tercer milenio, sugieren que se pone especial cuidado en proteger al ciudadano, algo similar a lo que el sacerdote pregona desde el púlpito cuando anuncia a la feligresía el desvelo de Dios por sus hijos. Los pastores, benditos sean, se devanan los sesos, no ahorran sacrificios, e invierten fortunas en cuidar a sus rebaños, sin advertir que los peligros desaparecen cuando el rebaño no es rebaño, moderna versión del apotegma griego que Hamlet refunde en su célebre: ser o no ser. Pero el príncipe vive un drama por no poder ser, el rebaño por no poder dejar de serlo.
Preguntémonos qué significa una plaza enrejada. No si es bueno o malo, sino qué significa. Una reja es un artefacto que impide el paso, prohíbe; pero a quién y para qué. La gente “buena y honrada” no va de noche a las plazas, eso dicen, de modo que debe asumirse que la reja prohíbe el paso a delincuentes durante la noche, lo que abona la idea de que la ralea debe existir en ciertos horarios.
El equilibrio natural exige pastores, rebaños y lobos; quítese cualquier vértice y adiós triángulo. En la geometría del poder para que buenos y malos - pastores y lobos - tengan entidad, debe haber un objeto a cuidar - el rebaño -. Pero si mucho antes del pastor hubo rebaños y lobos, habilitados por la naturaleza a subsistir, la prístina pregunta debería ser otra entonces: ¿si la especie lobo no ha podido diezmar a la especie oveja, qué es lo que cuida el pastor? Quizás sea hora de advertir el sentido de la función pastoril, los peligros que supuestamente evita, y cruzar estas ideas anquilosadas en el cerebro del hombre con otra nueva, seguramente ingrata a los pastores: los peligros que entraña su presencia. Todo par opuesto - delito/honradez, lobo/pastor - revela antinomia. ¿Puede evitarse? ¿Debe evitarse? No hace mucho una jerarquía eclesiástica recordó la necesidad de disminuir la brecha entre pobres y ricos, respuesta que sugiere moderarla, nunca eliminarla, no sea que rompa el delicado equilibrio del mundo.
Las rejas de las plazas recuerdan que hay buenos y malos, y que cada uno debe estar donde debe estar sin saltar vallados. Lo malo es que ya no sabemos qué lugar nos corresponde; es que el hombre es ¡tan ágil!...




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