lunes, 23 de abril de 2012

Carnaval literario

La Feria del Libro auspicia una pregunta ingenua: ¿la devoción por vender libros honra la literatura? Nada menos podemos plantearnos, ante el tsunami editorial que significan cientos de stands y miles de títulos. De paso replantearnos si efectivamente lo que abunda no daña. Creer que la abundancia de algo nos acerca a su esencia es creer que mirar el mar calma la sed. Similar ilusión produce La noche de los museos - micros gratis, horarios extendidos -, como si el amor al arte necesitara gobiernos generosos. No seamos ingenuos, la población desvelada no determina la cultura de una sociedad, sino el dosaje de melatonina en sangre. En todo caso muestra afán por asignar a la ciudad un sospechado lustre cultural, y un gobierno histriónico de caricia pública y chirlo privado, que prefiere jugar a los autitos en la 9 de Julio.
Un buen negocio editorial no es garantía de buena literatura, aunque debamos aceptar que cualquier engranaje económico - y el editorial lo es -, necesite números lubricantes para funcionar bien. En la Feria, variopinto muestrario de buen y mal gusto, más que nunca debe ejercerse la función crítica, rara virtud que no se agota en escuchar conferencias, impostar ceños de interés o fingir cara de inteligente frente a tanto canon y tanta marca líder. También los canales de mayor audiencia y los medios gráficos de mayor tirada se desgarran las vestiduras invocando una mordaza a la libertad de expresión, sin advertir que el círculo virtuoso está marcando otra realidad: una prensa amordazada jamás podría gritar que está amordazada. A menos que crean en la célebre paradoja del Barón de Münchhausen que pretendía salir de la ciénaga tirando de sus botas. Los gritos del amordazado son como el ladrido del perro girando tras su propia cola; hasta resulta tierna su idiotez animal, uno no puede más que mirarlo con piedad hasta que la bestia se agote. Porque los animales no entienden. O son sordos. U opositores a la libertad de expresión.
Conclusión: en el complejo mundo editorial rige la misma restricción que en el ejercicio del periodismo: no todo lo mucho es bueno, principio que, no obstante, vale en materia comercial. Cómo explicar, si no, tanto ejemplar ofrecido en la babilónica feria. Por recato, obviamos mencionar aquí títulos engañosos, procaces, faltos de ese dudoso buen gusto que reclama un confeso periodista anti-cumbia. Sólo para dar una idea, digamos que faltaron Secretos de la buena cocina de Yiya Murano, Ontología quelachupente de Diego Armando, y Dejad que los niños vengan a mí de Julio Grassi. Salvo esos, estaban todos. 

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